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Antonella Sinacore

Noventa días en África

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Habíamos ganado junto a dos colegas una mención de honor en el concurso de arquitectura en tierra “3rd Earth Architecture Competition” organizado por Nka Foundation, una ONG que entre 2011 y 2017 organizó concursos de arquitectura internacionales. En cada edición, se construían los distintos componentes con el objetivo de crear una aldea artística en una pequeña aldea de Ghana llamada Abetenim. El premio nos dio la posibilidad de construir nuestro proyecto. De esto va este texto, pero también de un proyecto que trascendió la arquitectura.

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Este concurso siempre había sido ganado por arquitectas y arquitectos residentes en Europa o Estados Unidos y para nosotros fue un gran desafío poder llegar hasta allí. Principalmente porque teníamos que financiar nuestro viaje y reclutar voluntarios que quisieran participar en el taller para construir nuestro proyecto. En febrero de 2017 y luego de un intenso año de gestiones de todo tipo, lo logramos y allí fuimos con destino a Ghana, el primer país de África Subsahariana en obtener la independencia de sus colonizadores ingleses en 1957. Desde ese entonces Ghana se enorgullece de ser un país pacífico y seguro, un referente democrático en el continente. En él viven 30 millones de personas y según Naciones Unidas casi la mitad de la población vive en zonas rurales.

Ghana me recibió con un chequeo rutinario y aleatorio de equipaje que realiza el equipo de narcóticos. Lo aleatorio fue, probablemente, producto de que fui la única mujer blanca que bajó del avión. Abrieron mi mochila y sacaron todo lo que había dentro, mientras yo esperaba tranquila, sin demostrar ningún tipo de inquietud para que terminaran rápidamente con la tarea y me dejaran ir. Como pude, volví a meter todo para adentro de la valija, a presión, y salí del aeropuerto a buscar un taxi. Había muchas personas ofreciéndome un taxi para ir a mi alojamiento y escogí una, no sé con qué criterio realmente, probablemente fue el que se pudo escabullir mejor entre la multitud y mostrarse más respetable.

 

En el camino al hostal iba mirando por la ventana maravillada con todo lo que veía, hacía más de un año que venía preparando este viaje y había fabricado en mi mente este país miles de veces, pero todo superaba mi imaginación. El clima abrumador, los olores y los aromas, los colores, el ruido permanente, la suciedad y el caos. Esos adjetivos, tanto negativos como positivos, formaban una gran cosa con vida, que me resultó fantástica. Dejé en el hostal el equipaje y salí a buscar el resto del equipo, que había llegado un día antes. Por supuesto, no sin antes embadurnarme en repelente y tratar de llevar largos, por todos los temores de que me picaran mosquitos inculcados por tantas guías y recomendaciones por internet.


Me encontré con mis compañeros en un bar donde tuve mi primer acercamiento a la cultura local: el sistema de lavado de manos que incluye un recipiente plástico, un detergente líquido y una jarra con agua y la comida local que se come con las manos, Tilapia con Banku, Fufú y poco más. Tanto el Banku como el Fufú son una especie de masa cocinada con distintos ingredientes que se sirven en un ensopado. Para comerlo se toma de a trozos de la masa y se embadurna en el ensopado. Cualquier relato o imagen no hace justicia a lo delicioso que me resultó este plato.


En esta oportunidad solo pasé en Acra una noche. Para la cena salimos a buscar un lugar donde comer comida “normal”. Encontramos una pizzería y cenamos allí. Hoy me parece extraño pensar cómo ya en la primera noche en África un grupo de seis uruguayos y un tunecino quisieron escapar de la realidad, aunque sea por un rato. Varias veces volví a Acra y siempre la viví de una forma distinta, porque cada vez que volví, yo misma era otra persona. Acra fue mi primer contacto con este nuevo mundo que estaba comenzando a conocer.


De Acra fuimos a Abetenim, la aldea que sería nuestra casa por los próximos dos meses. Abetenim se encuentra en el centro de Ghana, cerca de Kumasi, una de las grandes ciudades del país. Su nombre significa “Aldea de árboles de palma” y sus cerca de quinientos habitantes trabajan tanto en la producción de aceite de palma como la de granos de cacao. La aldea se desarrolla a través de una carretera de tierra de color naranja intenso que funciona como eje de las distintas granjas de cacao y palma y también de las viviendas, la escuela, las ocho iglesias y la mezquita. Esta fue la aldea escogida por Nka Foundation para realizar su villa artística.


Desde niña estaba segura que iba a vivir en África, nunca supe por qué, pero estando allí pude entenderlo: me sentí como en casa, conocí mi capacidad de adaptarme a una realidad totalmente diferente. En Abetenim no siempre hay electricidad, la ropa se lava a mano y el consumismo no existe: no hay nada que comprar. Se puede ser más o menos consumista, pero la gran mayoría de nosotros está inserta en el mismo sistema. Aunque el grupo de trabajo estaba integrado por personas de distintas nacionalidades, en Abetenim todos vivíamos en las mismas condiciones.


El proyecto se trataba de construir una residencia para artistas, dentro de un plan más ambicioso de crear una aldea artística, donde personas de distintas disciplinas pudieran ir, desarrollar y aprender arte. Hacía siete u ocho años que la iniciativa estaba en marcha y todos los años varios equipos acudían a levantar un edificio más para conformar la aldea artística.


Ni bien llegamos, nos encontramos con que la aldea artística tenía cerca de 10 edificios construidos completamente abandonados. Peor aún: nosotros íbamos a construir uno más: como la crónica de una muerte anunciada. Ante ese panorama, lo primero que hicimos fue cuestionarnos cuál sería nuestro trabajo allí, ya que no teníamos intenciones de seguir fomentando esa situación. Frank, referente de Nka en la aldea, nos contó que el director de la ONG quería terminar de construir todos los componentes de la aldea artística para empezar a utilizar los edificios con su fin. Pero eso era difícil de comprender por varias razones: no existía ningún “master plan” que indicara una finalización potencial, los edificios estaban muy deteriorados y cada vez iba a ser peor.


De todas formas, por alguna razón la justificación de poder empezar a utilizarlo una vez estuviera construida toda la aldea artística no parecía tan extraña. Desde mi primer día en Ghana, observé una enorme cantidad de construcciones sin terminar, grandes edificaciones que tenían solo el perímetro con una altura de un metro o menos, siempre imposibles de habitar. Me resultó muy curioso y comencé a investigar la razón. Frank me contó que generalmente en Ghana si una familia planea hacerse una casa, comienza desde el principio con una gran construcción hasta que se acaben el dinero. A veces pasan años antes de retomar los trabajos o simplemente quedan abandonados. Esta forma de concebir la construcción de una vivienda me pareció muy extraña, ya que lo más común para nosotros es que una familia se construya algo pequeño pero habitable y con el correr de los años lo amplíe.


Pese a tener cierta justificación en ese contexto, no nos parecía nada lógico sumar nuestra construcción a este muestrario de construcciones abandonadas que probablemente nunca se fuera a utilizar como aldea artística, mucho menos cuando a cinco minutos a pie estaba Abetenim. Entonces decidimos construir algo realmente necesario. Después de hablar con el jefe de la aldea y de adaptar el proyecto arquitectónico, comenzamos a construir un salón para los maestros de la escuela.

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El día a día​

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De a poco fui entendiendo de qué se trataba la vida en Abetenim. Desde el primer día nos advirtieron sobre escorpiones, serpientes venenosas que podían entrar a nuestras habitaciones si dejábamos la puerta abierta, sobre ladrones armados de los que estábamos medianamente a salvo por tener un guardia armado escondido entre la selva. No creímos nada, pensamos que estaban simplemente queriendo asustar a los Obronis (así es como se refieren a los blancos) para que siguiéramos sus reglas o hasta para reírse de nosotros. Hasta que en el correr de unos pocos días todo fue sucediendo: una cobra entró en nuestra casa, Ahmed, un chico tunecino de nuestro equipo fue picado por un escorpión e internado en un hospital local, previo torniquete con cinturón en la pierna, otros dos uruguayos con Malaria e infecciones y un alboroto en la aldea cuando mataron a uno de los ladrones armados. Allí fue que vimos salir desde la maleza a un señor vestido de negro con una escopeta. Era nuestro guardián. Fue a partir de entonces nos dimos cuenta de que no estábamos en un pueblo del interior del Uruguay y que, aunque podíamos sentirnos como en casa, había cosas que no podíamos ignorar.

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Luego de dos meses en la aldea, de mucho trabajo, calor y emociones de todo tipo terminamos nuestra construcción. Allí quedó el salón para los maestros, construido casi por completo con materiales naturales que conseguimos en la aldea y completamente integrado a la comunidad. Cuando no era época de clases, se utilizaba como tarima para mirar los partidos de fútbol que se jugaban en la cancha de tierra junto al edificio.


Era hora de volver a casa.

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Madanfo Project

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En 2017, en Abetenim, conocí a Lucía, una arquitecta española con la que generamos un gran vínculo. Fue estando en Abetenim que comenzó la idea de seguir trabajando con esta comunidad. Al regreso a nuestros respectivos países, y luego de aprender mucho sobre algo que era nuevo para nosotras, fue que fundamos Madanfo Project, una asociación creada para colaborar con los niños de pequeñas aldeas rurales de Ghana. La iniciativa nació del fuerte vínculo con la comunidad y de ver todo lo que podíamos hacer con poco. Al equipo de Madanfo Project se fueron sumando muchas personas de distintos países, todas voluntarias y cada una aportando desde su interés, formación y conocimientos. Al día de hoy Madanfo Project se financia principalmente con donaciones particulares y de alguna empresa europea, pero maneja un presupuesto muy bajo.

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A principios de 2019 las dos volvimos a Ghana a comenzar el proyecto “Camino a la escuela”. La segunda vez en Ghana fue distinta. Llegaba a un lugar donde ya sabía con qué me encontraría. Iba con otro proyecto, en un contexto totalmente distinto y a otra aldea: Okorase, ya que a Abetenim no podíamos volver por problemas políticos del distrito. Okorase es una aldea que se encuentra en la misma región que Abetenim. Tiene setecientos habitantes, una escuela, tres pozos de agua y una única letrina comunitaria. El jefe de Okorase, Nana, con sus 75 años, siempre está al tanto de todo lo que sucede allí. Es un señor muy amable, siempre con una sonrisa y un gran referente para la aldea. La densidad de la aldea es muy baja por lo que muchas veces durante el día y con el pesado calor, parece una aldea desértica.

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Si bien Lucía y yo somos arquitectas, Madanfo Project no nació con el fin de construir y hacer arquitectura. En abril de este año pusimos en marcha el proyecto “Camino a la escuela”, con la creación de pequeñas fábricas de zapatos en aldeas rurales para hacer sandalias para niños y niñas de las aldeas. Esta idea surgió frente a la carencia de zapatos de muchos niños y lo que esto implicaba. En la escuela siguen reglas muy estrictas respecto al uniforme y si un niño no tiene zapatos no puede asistir a clase. Muchas veces, el único par de zapatos que hay en la familia lo utilizan para ir a la escuela, pero el resto del día están descalzos.


Por otro lado, muchos habitantes de estas aldeas son jóvenes que no tienen empleo ni oficio, con lo cual también se busca también capacitar a estos jóvenes y ofrecerles trabajo en la medida posible. Actualmente existe una de estas fábricas en Okorase: trabajan tres jóvenes, se hacen sandalias para los niños que asisten a la escuela allí y se reparten sandalias en otras aldeas cercanas, como Abetenim.


Las sandalias se entregan por un bajísimo costo que sirve para cubrir los materiales mientras que los salarios de los empleados los cubre al día de hoy Madanfo Project. Nana, el jefe de la aldea, nos cedió un espacio para montar el taller y Frank el referente de Nka Foundation (ONG que en el año 2017 dejó de existir) que trabajaba como maestro en la escuela de Abetenim, fue trasladado a Kwaso, un pueblo a cinco minutos de Okorase. Frank es quien está a cargo del proyecto en Okorase, gestionando, con nuestro apoyo a la distancia el taller de zapatos.

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Los tres trabajadores comenzaron como aprendices junto a Lucía y yo. Luego de trabajar unos días sin entender por qué se reían de nosotras y comentar en Twi, el idioma hablado en esta región del país, alguien que hablaba en inglés nos explicó que en Ghana las mujeres no hacían zapatos. Una semana después, uno de los chicos no se presentó a trabajar por algunas jornadas y buscamos un reemplazo.
Fuimos directamente en busca de una mujer y encontramos a Ameda, de 30 años, madre de dos pequeños menores de cinco, con unas ganas increíbles de trabajar y que pasa toda la jornada cantando y alegrando el ambiente.

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A diferencia de la vez pasada en Abetenim, no teníamos que hacer trabajo físico y no estábamos todo el día ocupadas, lo que nos permitió conocer más sobre el día a día de las personas que vivían allí y ver cosas nuevas. En general las personas jóvenes difícilmente tienen empleo estable, muchos se van a la ciudad en busca de oportunidades, pero para los que se quedan en las aldeas no es sencillo, tienen trabajo zafral en granjas de cacao o de aceite de palma.

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El rol de las mujeres en la comunidad no pasa desapercibido. Son las encargadas de recolectar el agua, muchas veces poniendo en riesgo embarazos o problemas de columna por cargar tanto peso a diario en sus cabezas. Son las encargadas del trabajo en las granjas, de la venta en los mercados y en los pequeños quioscos y por supuesto de los niños y las tareas domésticas. Las tareas domésticas implican bastante más tiempo y esfuerzo de lo que podemos imaginar. Para cocinar “Fufu”, una de las comidas más tradicionales, se debe moler en un cuenco una mezcla de mandioca y ñame con un palo de cerca de dos metros, para lo que se necesita una fuerza extraordinaria. Luego debe ir a buscar agua al pozo más cercano y cargarla hacia la vivienda, prender el fuego en el suelo, hervir agua en un caldero y cocinar.
Lo mismo se repite todos los días y durante las horas de sol, ya que una vez que oscurece la jornada finaliza.


Ghana me atrapó en todos los sentidos desde el primer momento. Los colores intensos que conforman el paisaje, el naranja de la tierra, el verde de la vegetación, las telas multicolores, la amabilidad y alegría de las personas, el dinamismo, los olores, la intensidad, el calor, los sonidos: niños gritando, radios al máximo volumen, predicadores con micrófonos en la calle, conversaciones que siempre parecen discusiones pero que nunca lo son. Todo esto junto y tan diferente a mi realidad fue lo que me hizo sentir una más y lo que me abrió las puertas de este continente tan tentador para conocer, explorar y vivir, sabiendo que es infinito.


Como bien lo expresa Ryszard Kapusciñski, “este continente es demasiado grande para describirlo. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos ‘África’. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe”[1].

[1] De Ébano, Ryszard Kapusciñski. 1998, Editorial Anagrama.

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