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Chile
Detonar y traducir: el movimiento de los cuerpos en la lengua de la plurinación

Francisca Pérez Prado

La escritura de una nueva constitución señala la apertura de una época impensada en los hábitos de la convivencia. Tras décadas de gestión sostenidas por una política de consensos y continuismo de la estructura económica y social instalada por la dictadura cívico militar, las lenguas despiertan de su letargo obligado y ensayan nuevas palabras, se aglutinan en las calles y recorren los territorios. Dicen: “Chile despertó”, queriendo nombrar un punto de corte y de encuentro, como el que marca la luz de cada mañana al hacer memoria de los días pasados, de los pendientes y los dolores, mientras el ojo se arrima a la apertura de un día distinto. 

 

Es un sistema de vida el que se pone en cuestión, por primera vez en décadas, y son vidas precarias las que quedan al descubierto cuando cae la ilusión de lo común. Pero esta no ha sido una rebelión instantánea ni fugaz; la fuerza del movimiento se viene aquilatando también desde hace tiempo, y las feministas hemos sido una pieza clave de la forma que ha llegado a tomar. Ya desde los años noventa, el empeño por conformar una democracia real y plural se ha encarnado en la insistencia de las mujeres: la denuncia de las violencias, la construcción de las autonomías, el tejido de redes múltiples, la visibilización de las diversidades, han dado nueva textura a la reconstrucción de la memoria y los derechos humanos. 

 

Pensar este momento de lengua y escritura exige, por lo tanto, ir recorriendo los retazos que han modelado su devenir y su envoltura.


 

  1. Conversaciones

 

(a) Julia. En noviembre del 2019 visité, junto a una compañera, un liceo de niñas que se encuentra en toma desde que la policía ingresó, en el marco de una protesta que se estaba llevando a cabo, e hirió a varias jóvenes que se encontraban allí. Mientras conversábamos con ellas, llega alguien a pedir prestado un short, o unas calzas: “necesito salir un rato, y ando sólo con este vestido”. Un bello y breve vestido. “Es que es muy peligroso”, dicen. Las palabras giran, y se abren a la calle: “es que es muy peligroso andar en la calle”. Sí. “Los tipos te dicen cualquier cosa; ayer, hay uno que siguió a una compañera por dos cuadras, y cuando venía entrando, la tocó; hay otro que se pone al frente y se masturba. Los pacos no hacen nada, y la directora tampoco”. Es parte de nuestra conversación con Julia. La policía no hace nada por esa denuncia, pero sabemos que lo que ocurre al interior de las instituciones -colegios, universidades, oficinas, fábricas y hogares- redobla esa violencia de la calle, y la cubre con un manto de impunidad. Sabemos también que, durante años, las instituciones de vigilancia y represión han utilizado la violencia sexual como instrumento de castigo y tortura hacia las mujeres: desde los sitios utilizados por la dictadura hasta los protocolos que organizan el enfrentamiento de las manifestaciones hoy, la violencia sexual se constituye como un arma de represión -algunos dicen “correctiva”- hacia las mujeres y las disidencias sexuales. 

(b) Lorenza. "El 13 de octubre salí de la cárcel al Hospital de Arauco, con esposas y el chaleco amarillo. Me llevaron en taxi. Cuando llegué me sacaron todo, porque la doctora lo pidió para poder examinarme, y ahí me dijo que los exámenes estaban alterados. Como a las 4 de la tarde me sacaron para Concepción, con esposas en los pies, amarrada a la camilla. Cuando llegamos a Concepción, el doctor me estaba esperando. Me pusieron en una camilla de preparto y me volvieron a amarrar. Yo creo que los médicos no se dieron cuenta de que estaba con los grilletes, porque estaban mis pies tapados. Los gendarmes habían entrado a la sala, pero el doctor los sacó, porque en la pieza había más mujeres. Ahí los exámenes estaban igual de mal, el médico me dijo que había que interrumpir el embarazo. Tenía miedo, porque no quería cesárea. El doctor me dijo que estaba corriendo riesgo, así que tenía que ser cesárea sí o sí, y que me iban a llevar a la clínica, porque en el hospital no había cupo. Yo le pedí a la funcionaria si le podía avisar a alguien de mi familia. Me dijo que no tenía ningún problema en llamar, pero que tenía que pedir permiso. Ella me dijo que había preguntado y le habían dicho que no, porque le correspondía avisar a la asistente social. Me imaginé que no iban a llamar, así que se lo pedí a la doctora. Ella me pidió el número de teléfono y llamó a mi mamá. Le dijo que me trajeran cosas, porque mi bebé iba a nacer. Mi mamá llegó como a la una de la tarde. A ella y al gendarme le pasaron ropa, gorro y mascarilla para estar en el pabellón. Me sacaron de la camilla y me pasaron al quirófano. Ahí el gendarme me sacó la esposa que estaba sujeta a la camilla y me la puso en los dos pies. Me trajeron dos custodias mujeres, pero en el rato del parto, mi tío fue a comprar al supermercado y se encontró con las dos funcionarias comprando. Entonces se dio cuenta de que yo estaba con el funcionario varón" (El Mostrador, 13 de noviembre de 2016).

 

“Yo estaba llorando, al ver que me ponían el bebé encima del pecho…y el gendarme seguía ahí, mirando. Él vio cuando sale mi bebé, yo estaba con ambos pies engrillados…luego se la llevan, me dolió el estómago, empecé a vomitar, y el gendarme seguía ahí”. Ese es parte del testimonio y conversaciones que organizamos con Lorenza y su familia. El 2017, en el marco del Foro Social Panamazónico, la AFM organizó un Tribunal de derechos de las mujeres, para el que preparamos una presentación de la situación de Lorenza Cayuhan, mujer mapuche encarcelada y obligada a parir engrillada.

 

La niña nacida en ese inconcebible cautiverio lleva por nombre Sayen (que significa “mujeres de corazón abierto”). Ella, Sayen, pero también Lorenza, su madre, y Margarita, la madre de su madre, y la comunidad Mawidanche a la que pertenecen, y miles de mujeres nacidas en esa y otras comunidades, sufren la violencia de una historia que no deja de retornar, como violencia fundacional, en cada gesto de la vida cotidiana. Las prácticas ancestrales de la crianza no podrán acompañar a Sayen, y su madre continuará despojada del espacio colectivo que durante siglos ha sido concebido para contener y acompañar esos primeros momentos de la vida. Lorenza, “el trofeo de guerra” –según las palabras de la comunidad- encarna, en su cuerpo de mujer, la vejación sostenida al derecho de una existencia digna para sí, para su hija, para su comunidad. 

 

En los días previos y los que siguen, días de estallido y de pandemia, los relatos se multiplican, en silencio o a gritos: el desnudamiento, las tocaciones y la penetración, hieren los cuerpos y el alma de las mujeres que se manifiestan en la voz colectiva del disturbio; la palabra recibe su castigo en el cuerpo.

 

Son múltiples las escenas que realizan y encarnan esta violencia: mujeres de distintas generaciones que ponen en común, al amparo de nuestra lengua y nuestra memoria, la reflexión sobre las experiencias de violencia a las que se encuentran sometidas en el contexto de un malestar que se ha hecho movimiento. Ese encuentro hace visible el dolor pero también hace visible el deseo y la necesidad de una política feminista, de una voluntad política feminista que se dispone a la escritura de ese deseo y a la construcción de un pacto.

  2. Los cuerpos y el nombre propio

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Estas conversaciones van amasando, a lo largo de los años, la forma de un relato compartido que busca su lugar y su nombre, inventando las condiciones que hagan posible un lugar común para la vida colectiva y que, al mismo tiempo, soporte la pluralidad de sujetos que allí convergen.  

 

Desde una perspectiva feminista, este horizonte implica, en primer término, una dimensión que debemos instalar como base para la concepción de una democracia real: es imprescindible el reconocimiento de las mujeres en tanto que sujetos de derecho, en igualdad de condiciones no sólo ante las leyes ya sancionadas -que, sabemos, se inscriben en una estructura jurídica patriarcal y discriminatoria- sino, sobre todo, ante la formulación de nuevos marcos de convivencia. 

 

Ahora bien; esta aspiración pone de manifiesto el carácter estructural de la violencia que afecta la vida de las mujeres: las ciudades, los campos, los trabajos y las universidades son, cotidianamente, espacios de vulneración de la integridad física y emocional. La sexualidad es una dimensión paradigmática en el ejercicio de violencia, sometimiento y discriminación; la violación, de un lado, y la penalización del aborto -en cualquier circunstancia-, del otro lado, constituyen expresiones extremas de la violencia de género, que vulneran la autonomía de las mujeres desde la dimensión material y subjetiva del cuerpo y el deseo, hasta el registro simbólico de los discursos, las leyes y la impunidad que recubren la expropiación de esos cuerpos y deseos. 

 

Un ejemplo paradigmático de esta cuestión -es decir, el carácter estructural de la violencia y la subsecuente necesidad de instalar el reconocimiento de las mujeres como sujetos de derecho y no sólo como objeto de norma- se expresa en la reciente legislatura que el movimiento feminista ha conquistado, en Chile, en lo que concierne a la interrupción del embarazo en tres causales -que incluyen el peligro para la vida de la mujer, la inviabilidad del embrión o feto y la violación- que sólo recuperan la línea de base que subsistió hasta 1989, último año de la dictadura. 

 

La historia singular de las transformaciones normativas que determina el lugar reproductivo de las mujeres puede resumirse en 5 hitos: la penalización del aborto, tipificado como delito desde el Primer Código Penal de 1874; la legalización del Aborto Terapéutico y la Esterilización en 1931 (durante el gobierno de Ibáñez del Campo) por la concurrencia de tres médicos acreditados; la ampliación del Aborto Terapéutico y el reforzamiento de políticas de control de la natalidad a partir de 1968 (durante el gobierno de Frei Montalva), manteniendo como condición la opinión de dos médicos cirujanos; la prohibición absoluta del aborto, y su criminalización, a partir de 1989[1]; la despenalización parcial, en las 3 causales ya señaladas, en 2017 (durante el gobierno de Michelle Bachelet).

 

En cada uno de estos momentos se hace evidente una cuestión de fondo que sigue pendiente a nivel institucional -es decir, legislativo, normativo y procedimental-: el estatuto social, político y jurídico de las mujeres en nuestra democracia, así como la responsabilidad institucional implicada en su protección. 

 

Esto quiere decir que la legislación actual NO protege la vida de las mujeres como bien superior y autónomo de otros, esto es, como una vida cuyo valor no sea relativo respecto del valor de otros/otras, y una vida cuyo valor no dependa de las decisiones, deseos o contingencias que la pongan en juego -por ejemplo, un embarazo no deseado que concluya en la decisión de abortar-. Es decir, nuestra legislación actual NO protege la vida de las mujeres en cualquier circunstancia, en la medida en que sólo la erige como valor principal en las 3 causales establecidas. Ello implica que la práctica abortiva NO ES SEGURA NI ACCESIBLE para cualquier mujer, sino sólo para aquellas que se corresponden con el perfil y el tipo señalado por la ley o, dicho de otro modo, es la ley la que viene a definir cuáles mujeres se constituyen, y cómo, en tanto que sujeto de derecho -y cuáles quedan al margen de esa definición-.

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Aunque el aborto se configura como un ejemplo paradigmático de esta situación, la racionalidad que sustenta esta estructura recorre el aparato simbólico que define el lugar de las mujeres en toda circunstancia y, especialmente, en aquellas que manifiestan la violencia patriarcal. Así, cuando una mujer es agredida por su pareja, viene a calzar con una tipificación de violencia conyugal que no aplica cuando la agresión o el crimen se produce en la calle, o en el trabajo, o en la universidad; son, cada vez, las circunstancias mismas y el ámbito institucional que las cobija -la familia, el estado, la iglesia, la educación, etc.- lo que se pone al centro de la concepción de la vida, y no el sujeto-mujer reconocido en su lugar y en su nombre propio.

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  3. El mecanismo expropiatorio del liberalismo

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Podríamos pensar que se trata de un problema que concierne a la estructura misma de la legalidad; sin embargo, es posible también identificar allí, de manera más precisa, una dimensión fundamental de nuestras democracias, de carácter ético-político, cuál es la simiente neoliberal de nuestros sistemas económicos, políticos y culturales. Es así que, desde la perspectiva liberal -que hegemoniza hasta hoy la legalidad de nuestra convivencia, consagrada en la constitución y en las leyes-, el aborto se constituye como el ejemplo por antonomasia -aunque, como decíamos, no el único- del aparente conflicto que el estado, como supuesto garante de ese bien superior que sería la libertad individual, vendría a proteger por la vía de la penalización. Sin embargo, y como es de suponer, ese argumento se sostiene en un doble truco: su carácter abstracto -hasta el punto de suponer un individuo allí donde aún no lo hay- y el sometimiento de las mujeres como quienes deberían renunciar, en última instancia, al ejercicio de esa libertad. Es decir, el liberalismo reafirma por la vía de la penalización del aborto -o de su restricción a causales específicas por él definidas-, la subordinación de las mujeres a un orden establecido y ajeno -es decir, no establecido por ellas ni para ellas como sujetos autónomos. En otras palabras, el liberalismo expropia el lugar subjetivo de las mujeres como mecanismo básico de dominación y sometimiento.

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Lo que el feminismo viene a mostrar, sin embargo, es que el aborto -así como todas las formas de abuso o desprotección patriarcal- pone en cuestión esta violencia liberal que concibe los derechos como individuales; de lo que se trata, antes bien, es de la responsabilidad colectiva que atañe al reconocimiento y protección de la diversidad de sujetos que constituyen y configuran el espacio de lo común, especialmente si consideramos que NUNCA la libertad puede ser una cuestión individual o independiente del espacio colectivo que sostiene su posibilidad y ejercicio. En ese sentido, la despenalización del aborto, y su práctica segura y protegida, se configuran como un paso indispensable en la erradicación de las violencias de género, particularmente desde el punto de vista estructural, pero también como un paso indispensable para la construcción de una democracia real.

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Estas prácticas, jurídicas y simbólicas, tanto como las condiciones materiales y cotidianas de la vida -siempre en riesgo- de las mujeres, tienen un efecto subjetivo indesmentible: es la vivencia de reproducción sin freno de la violencia patriarcal - violencia clave en la reproducción del patriarcado. Hoy, pues, se hace más urgente aún encontrar otros anclajes prácticos, ético-políticos y subjetivos. Acompañamos cada día, y también somos parte, de las vidas y trayectorias de mujeres sometidas a múltiples violencias: en la pareja, en los espacios laborales, en la ciudad, en las aulas. Y también en la sexualidad, desde la violación hasta la penalización del aborto. Este acompañamiento, que es testimonio colectivo de las subjetividades violentadas, nos lleva a creer, profundamente, en el valor de las palabras de cada una de ellas y en el derecho inalienable a la legitimidad de cada una de sus experiencias. Son estas palabras las que han estallado para dar lugar a otra lengua.

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  4. Estallido, detonación

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No me gusta la palabra estallido. En verdad me encanta, pero no me parece justa para nombrar ese momento que data la puesta en marcha de un malestar largamente anidado en los cuerpos dolientes de mujeres y hombres que se toman las calles de un octubre impensado. Es un octubre nuestro, y es único. A pesar de la historia maltrecha, de los muros derrumbados y del ánimo aplastado de nuestras décadas de conciliación. Es nuestro octubre y nuestro abril; nuestra primavera y nuestro otoño; nuestras calles, que son de nuevo nuestras. Nuestra mirada, que atraviesa los ojos estallados y los vuelve a iluminar. Sí; porque hay ojos estallados. Nuestra pasión, que recoge y ampara los sexos avasallados. Porque es cierto: hay sexos avasallados, ultrajados. Es también el grito insistente que denuncia el encarcelamiento, la violencia feroz de los gases, de los golpes y los disparos, de las vidas entrecortadas. Es los incendios del Walmapu y las sequías incontables del norte aminerado. Es los miles de encarcelados en el breve transcurso de los meses previos a la cuarentena. 

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Pero es también la explosión de las voluntades que rompen el encierro para conquistar la sala de escritura: es el voto improbable y múltiple que aprueba la escritura de una nueva constitución. El estallido puede pensarse también como detonación: de la memoria, del malestar, de la política y de la voz que encuentra su lugar en la sala de la escritura.

 

Esa sala tendrá una presidenta: Elisa Loncón Antileo, nacida en la comunidad de Lefweluan, mujer mapuche que ha dedicado su vida al estudio de las lenguas, instala en ella la memoria de las palabras silenciadas por la historia oficial: la historia colonial, la historia patriarcal, la historia capitalista, la historia de los múltiples genocidios que hay comparecen a su interpelación.


 

  5. Constituir un sujeto, instituir una voluntad

 

La escritura de la constitución transcurre hoy entre los ancianos palacios de la historia nacional y el sonido inmenso de las calles: sonido de protesta y represión, de cuarentena y hambruna, de denuncia y de celebración. Es una escritura improbable, y sin embargo real. Como todo libro, cada una de sus páginas lleva las marcas de la violencia que han disputado la línea, la palabra, el signo. Y la lengua. Que ha disputado la posibilidad misma de la escritura, y su sujeto.

 

El libro escribe la voluntad inclaudicable de las feministas por participar en el proceso fundacional que, por primera vez en la historia de nuestro país, nos hace parte de la construcción y ejercicio de un poder constituyente: hoy no se trata solamente de poner fin a las ataduras jurídicas, simbólicas y políticas que extienden las marcas de la dictadura hasta el presente; se trata también, y sobre todo, de dar vida a una democracia sustantiva que sólo puede sostenerse a partir del encuentro abierto  de todas las ciudadanas y ciudadanos de nuestro país; sin márgenes, renglones ni párrafos extemporáneos.

 

Las mujeres hemos ganado nuestra ciudadanía paso a paso; no la pedimos como un favor ni la esperamos como una gracia: la conquistamos en las calles, las asambleas y las instituciones. En el país y en el mundo. Día a día, hace más de un siglo. Esa es nuestra historia colectiva, historia con minúsculas, escrita e inscrita en los lugares del dolor -como los ha nombrado Arlette Farge-, es decir, en aquellos cuya textura han forjado la sangre, los cuerpos en disputa, el desmoronamiento de las arquitecturas: esos “lugares” escondidos y desconocidos que tienen una resonancia en nuestra construcción del presente; el sufrimiento, la violencia, la guerra, la palabra, el evento, la opinión, y, también, la diferencia de los sexos porque, según afirma ella misma, “el orden de las cosas nunca es un hecho dado”. El dolor, la violencia, la diferencia de los sexos pero, en definitiva, la diferencia: esa rasgadura que hace a la memoria -en el sentido más freudiano de la palabra-, que marca las vías de facilitación de todos los recorridos, ese lugar por el que volveremos a pasar, reencontrando lo que fue y, sin embargo, aún no termina de desplegarse.

 

Por eso mismo, el poder constituyente requiere hoy, en cualquier lugar del mundo, pero especialmente en nuestro país, de la consideración de dos dimensiones fundamentales: la materialidad estructural y estructurante del sistema político, económico y cultural que instala las coordenadas de nuestra convivencia y, junto con ello, las subjetividades que las encarnan. Es esa dimensión subjetiva, indisociable de la estructura que viene a hacer presente, aquella de la que ningún poder constituyente puede prescindir. Y justamente porque no se trata, en ella, de una sumatoria o diversidad de características, dolores, necesidades o demandas. Se trata de escribir, como hoy estas mujeres hacen para invitarnos a continuar. Se trata de escribir la casa de todas y, al mismo tiempo, para cada una. 

 

  6. ¿Qué sujeto detona, del estallido a la escritura?

 

La pluralidad de voces y lenguas feministas que comparece en la escritura de la constitución se sostiene y se tambalea en la interrogación de una voluntad política: ¿estamos ante una política de la presencia? ¿De la interrupción? ¿De la traducción?

 

La paridad, entendida técnicamente como mecanismo y estratégicamente como acción, comienza a vislumbrarse en su doble faz de principio: origen de la reformulación, a voces y en lenguas, de un sujeto colectivo aún en construcción; comienzo, en la calle y en el palacio, de un poder que se destituye para abrir la imaginación de una vida y un territorio plural y divergente. 

 

Es la conquista de la explosión, pero también de la pregunta que se abre sobre las múltiples versiones de la vida que de ella surgen, como esquirlas a palabrear; el punto cero de este ser-por-venir que aún inventa sus palabras.

 

“Kiñe, Epu, Küla, Meli”[2], nos cuenta Daniela Catrileo. Porque al imaginar una constitución feminista, comienza por enseñarnos a contar en su lengua, en esa otra letra. ¿Cuántas somos, quiénes? Kiñe, Epu, Küla, Meli. Alduchi domo; muchas veces mujer. En esa letra que sigue siendo otra, insiste, mientras no podamos imaginar el más allá de la cifra: paridad, escaño, nombramiento de la diferencia no hacen a la pluralidad de lo feminista que este libro quiere escribir; hay un más allá de la cifra -la cifra de la violencia, o la cifra de la paridad- que se construye en el diálogo de lenguas y letras, de feministas constituyentes.

 

Porque esa escribiente no es una, ni puede ser una la que esa escritura instituya. En palabras de Audre Geraldine Lorde, poeta afroamericana: 

 

Estar juntas las mujeres no era suficiente. Éramos distintas. Estar juntas las mujeres lesbianas no era suficiente; éramos distintas. Estar juntas las mujeres negras no era suficiente; éramos distintas. Estar juntas las mujeres lesbianas, negras, no era suficiente; éramos distintas. Cada una de nosotras tenía sus propias necesidades y sus propios objetivos y alianzas muy diversas… ha hecho falta un cierto tiempo para darnos cuenta de que nuestro lugar era precisamente la casa de la diferencia más que la seguridad de una diferencia en particular”.

[1] Cabe señalar que esta penalización, materializada en 1989, viene a refrendar el cambio institucional introducido por la Dictadura Cívico Militar. Jaime Guzmán, uno de los principales ideólogos de la misma, proponía la siguiente redacción, según las Actas Oficiales de la Comisión del 14 de noviembre de 1974: “La madre debe tener al hijo aunque este salga anormal, aunque no lo haya deseado, aunque sea producto de una violación o, aunque de tenerlo, derive en su muerte”. Si bien la redacción final de la Constitución de 1980 no aceptó esa propuesta, sí instaló “la protección de la vida del que está por nacer”, dando pie y sustento a la penalización del aborto en todas sus manifestaciones y causales.

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[2] En: Brito, Sofía (Comp): Por una constitución feminista. Ed. Libros del Pez Espiral. Stgo, 2019.

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