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Diana Mines
Género y relaciones de poder
en el movimiento LGBTQ uruguayo
El género ha estado en el tapete últimamente, entre otros motivos por la creciente violencia misógina y por las campañas provenientes de la iglesia católica y el fundamentalismo evangélico contra lo que llaman “ideología feminista”. En lo personal, no me asusta esa acusación que viene de instituciones que nos han impuesto su ideología de género durante más de dos mil años. Más me preocupan las contradicciones entre el discurso y la práctica que –desde mi experiencia y la de otras ex activistas– se han manifestado dentro de un colectivo que tiene el género como bandera de reivindicaciones.
El inicial movimiento gay-lésbico, pronto pasó a llamarse lésbico-gay atendiendo al reclamo de visibilidad de sus mujeres. Luego incorporó la T de la transexualidad, la B de las personas bisexuales, la I de las intersexuales y la Q del abordaje queer. Todo ese complejo de realidades se unió contra el bloque heterosexual y heterosexista que las ocultó cruelmente durante siglos. Pero por casa, ¿cómo andamos?
Hace más de una década, durante su visita a Uruguay, la reconocida activista lesbiana española Beatriz Gimeno relató cómo la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales debió reglamentar la alternancia de varones y mujeres en la presidencia, para contener la contínua concentración del poder por parte de sus compañeros gays. En Uruguay, donde el respaldo teórico feminista fue mucho menos sólido que el de las lesbianas españolas, la falta de reconocimiento hacia el trabajo realizado por las mujeres se fue acentuando hasta llegar a hacernos desaparecer como colectivo específico. Justo es reconocerlo, el aporte del activismo lésbico fue poco defendido por nosotras mismas y desgastado por estériles desavenencias internas.
¿Qué ha sucedido en los colectivos mixtos? Es notorio que, al mismo tiempo que eran agregadas a la sigla varias letras, el eje de atención se fue concentrando en la comunidad trans, atendiendo a su dramática realidad y sus necesidades. Pero es interesante observar que, dentro de ese colectivo, que incluye a personas anatómicamente hombres y mujeres, que cruzan sus identidades y orientaciones sexuales, es notoria la predominancia en número, visibilidad pública, fuerza de lucha y logros concretos de las mujeres trans, esto es, personas con cuerpo masculino e identidad de mujer.
En el “Primer Censo de Personas Trans” de Uruguay llevado adelante por el Ministerio de Desarrollo Social a lo largo de 2016 fueron contabilizadas 853 individualidades, de las cuales el 90% se identificó como mujeres y el 10% como varones. No encontré que la llamativa desproporción numérica haya merecido ningún análisis ni investigación. Por el contrario, en las consideraciones expresadas por el propio Mides y por la senadora suplente Michelle Suárez al asumir el cargo en el Parlamento el pasado 10 de octubre 1 , se generalizó la problemática de las mujeres trans como características de toda la “población trans” (cifras muy elevadas de exclusión laboral, prostitución, violencia sufrida, portación del VIH y bajísima esperanza de vida). Diferentes y también graves son las realidades, las formas de exclusión y las necesidades de los “hombres trans” (su mayor índice de suicidio, por citar un ejemplo), pero éstas no son enumeradas ni reclamadas, quedando ocultas bajo el paraguas generalizador de la palabra “población”.
Retomando el tema del género, me resulta significativo que estos dos colectivos: las lesbianas y hombres trans, tengamos en común la corporalidad reprimida y la educación como mujeres durante nuestros primeros años de vida, precisamente los que moldean la personalidad infantil. No es casual que nosotras, las lesbianas, hayamos sido protagonistas pioneras en el activismo activo para luego retraernos a círculos privados o quedar integradas con poca atención a nuestros temas, a la vez que ellos, los hombres trans, presenten tan bajo perfil y escasa visibilidad. Viceversa, es igualmente significativo que coincidan la corporalidad expansiva y una educación temprana como varones, en el caso de los hombres gays y las mujeres trans. En la infancia temprana, cuando aún no se expresa la identidad de género discordante y menos una orientación sexual definida, las personas somos modeladas según los mandatos del heterosexismo patriarcal: los varones, estimulados en la exposición de sus cuerpos, en la competitividad preparadora para el ejercicio del poder y el control de las mujeres; nosotras, educadas para agradar, ser útiles, ayudar, servir y también para rivalizar entre nosotras…
Esos estereotipos continúan vigentes en la compleja realidad de los grupos activistas y pautan su evolución desde los comienzos de su accionar: primero apasionados, horizontales e informales en sus estructuras, con liderazgos espontáneos, acuñados en la demanda exigente de sus derechos; luego, evolucionando selectiva y organizativamente, con intervención de intereses y ambiciones tanto personales, económicas, como políticas. Finalmente, a la hora de ordenar el relato, los discursos que van definiendo qué cosas serán recordadas y qué otras quedarán sumidas en el olvido.
En 2009, el Centro de Género y Diversidad Sexual inició una investigación que llamó Memoria, Masculinidades y Diversidad Sexual, que se concentraba en hombres gays adultos mayores. Cuando le pregunté a Ruben Campero por qué no habían abarcado a las mujeres, me contestó que él y Bruno Ferreira entendían que, por respeto, correspondía a las mujeres abordar esa investigación sobre la memoria íntima de sus pares. Me conformó la respuesta. No fue el criterio empleado por Carlos Basilio Muñoz –recientemente fallecido- quien tituló “Uruguay Homosexual” su libro pionero para Uruguay (1996), abarcativo a primera vista, pero limitado en los hechos a la peripecia de la comunidad gay y transexual.
En 2013, el investigador Diego Sempol publicó un voluminoso estudio que tituló “De los baños a la calle: historia del movimiento lésbico, gay, trans uruguayo (1984- 2013)”. Desde la misma tapa, los dos puntos sugieren que dicho tránsito es aplicable a las tres comunidades componentes de la diversidad sexual uruguaya, algo muy discutible desde la vivencia lésbica. Cabría más de un cuestionamiento metodológico a este trabajo -el más importante de ellos, el rol del autor como investigador que nunca asume su implicancia en buena parte del proceso que analiza. Esa implicancia determina a quiénes consulta o entrevista y a quiénes no, qué extensión y profundidad concede a temas, eventos y protagonismos, como también numerosas omisiones.
Por ejemplo, a pesar de ser nombrada en numerosos pasajes, yo irrumpo sin antecedentes en la metafórica “calle” y no me queda claro si Sempol considera que me preparé en los baños. El interés de haberlo averiguado no iría en mi beneficio sino en una mejor valoración de los canales que aportaron a la visibilización y al activismo uruguayo. Me refiero a mi contacto con el movimiento LGBT californiano y luego con el argentino, al acceso a bibliografía inspiradora, a mis tímidas, primeras incursiones en la prensa, tanto en Brecha como en La República de las Mujeres, por ejemplo.
Ocho líneas de un pie de página –que se parece mucho a unas que escribí hace muchos años para un artículo en Brecha- resumen en el libro de Sempol la intensa experiencia de empoderamiento que significaron los dos primeros grupos lésbicos: Las Mismas (1991) y Mujer y Mujer (1995), de los cuales saltamos a diversas formas de militancia no solo yo sino también Andrea, Lilián, Gilda, Cristina y la propia Ana Martínez, que luego generaría el espacio Lesvenus dentro de Homosexuales Unidos. El origen de esos grupos estuvo directamente vinculado al feminismo, dado que Las Mismas surgió a partir de una convocatoria de la teóloga lesbiana Mary Hunt –de Católicas por el Derecho a Decidir en los Estados Unidos– durante su visita a Uruguay.
Las mujeres lesbianas nos empapamos en la lectura de autoras como Adrienne Rich y Audre Lorde, estuvimos en la primera concentración pública, el 28 de junio de 1992 en la Plaza Libertad, y al año siguiente en la primera Marcha del Orgullo. Fuimos un gay y una lesbiana –arriesgando nuestras fuentes laborales– quienes dimos la cara y debatimos en televisión por primera vez en defensa de nuestros derechos. Nos involucramos en las movilizaciones exigiendo del Ministerio de Salud Pública campañas de prevención del VIH y repartimos condones en calles, plazas y ferias, apoyando a los compañeros gays y trans. Respaldamos al entonces diputado Washington Abdala y luego a la diputada Margarita Percovich en el agregado de las agresiones homofóbicas a las contempladas por el artículo 149 del Código Penal. Organizamos talleres en varios Foros Sociales, debatimos en diversos medios de comunicación y nos insertamos en dos desfiles oficiales de Carnaval para neutralizar en su mismo terreno la homofobia que solían desplegar murgas y parodistas. Fue una mujer –la Pata- quien mantuvo abierto contra todos los boicots, un boliche como Avanti donde cantaba la solidaria Arlett Fernández. Fuimos lesbianas las que enfrentamos con éxito el proyecto misógino y homofóbico del senador Alberto Cid sobre Reproducción Asistida y apoyamos la despenalización del aborto, como luego la ley de Unión Concubinaria. Reunimos, con nuestros compañeros de grupos, más de 5000 firmas en apoyo a nuestros derechos. Fue otra lesbiana, Ana Martínez –con la que mantuve grandes discrepancias- la que difundió por primera vez en Uruguay la teoría Queer en las páginas de su Brújula. Fue una brillante gestora como Mercedes Martín la que recogió el efímero legado de Francisco Dalmao e instaló el aún vigente Festival de Cine LGBT LlamaleH en la agenda cultural uruguaya. Fue el Grupo de Reflexión Lésbica –luego transformado en ALU: Asociación de Lesbianas Uruguayas- creado por la activista feminista Elsa Aragone y secundado por Ana Mora, Lilián, Raquel y otras activistas, la que sistematizó, publicó y presentó en la Facultad de Psicología una amplia encuesta a 100 mujeres lesbianas uruguayas. Las lesbianas agrupadas y las que seguíamos en colectivos mixtos (como Diversidad y Amnistía Internacional LGBT) contribuimos a la obtención de la Plaza y Monolito de la Diversidad Sexual. ALU fue el primero grupo en tramitar su personería jurídica, al punto que el propio Sempol y otros integrantes alejados del Grupo Diversidad les propusieron crear una asociación común (la negativa de las mujeres derivaría finalmente en la creación de Ovejas Negras). Confieso que me dolió ver que la referencia a ALU mereció un único párrafo (que ni siquiera menciona a Aragone) entre las 412 páginas del libro de Sempol…
El sutil, pero continuo ninguneo en el relacionamiento de los grupos y un conjunto de circunstancias –entre ellas, nuestras propias debilidades organizativas- fueron cansándonos hasta la disolución formal. Seguiría una nueva etapa del activismo, conectado con las redes de cooperación internacional, con cuadros dirigentes, agenda y metodología diferentes, no en vano coincidentes con el giro político del país a partir del año 2005. Seguramente una historia que recoja testimonios de muchas mujeres más que aportaron su trabajo en la rica etapa anterior, equilibraría la información disponible para las nuevas generaciones. Lo que va quedando claro, es que tendremos que recopilarla nosotras.
Nota:
1 - La invitación a Suárez por parte del Dr. Marcos Carámbula –titular de la banca- fue hecha para permitirle participar en la discusión del proyecto de ley integral para personas trans, de la que ella había sido coautora. Terminada esa instancia, Carámbula reasumió como legislador, en una actitud tan discriminatoria como si las mujeres legisladoras y afrodescendientes fueran suplentes y se las convocara únicamente para tratar temas de género o racismo.
* Una versión de este texto fue presentada en las V Jornadas de Debate Feminista, organizadas por Cotidiano Mujer (2018).
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