Retrato de Maria Rosa Oliver en 1930
Retrato de Maria Rosa Oliver en 1930
La visibilidad elusiva: ¿te acordás de María Rosa Oliver?
Vanessa Gómez
El canon intelectual la recuerda apenas como una mujer entregada y utópica, pues en sus anaqueles no hay sitio para las denominadas literaturas menores. Pero ella y su trabajo cobran nueva luz en el acto feminista de releer las escrituras de las mujeres en el pasado, para romper en el presente con la inercia de las tradiciones que las han negado.
Me topé por coincidencia con María Rosa Oliver durante mi primer año en Berlín. “Fue una de las mujeres del grupo Sur”, así me la presentó el profesor Román Setton cuando hacía su estancia académica en el mismo instituto donde yo comenzaba mi doctorado; venía de Buenos Aires. Lo recuerdo bien porque yo estaba presentando los avances iniciales de mi proyecto -en ese momento con otras magnitudes- sobre diálogos intelectuales y americanismo entre escritoras de la primera mitad del siglo XX. De lo que ya no estoy tan segura es de cómo era el contacto de él con el trabajo de Oliver, pero me parece que había leído alguna de sus reseñas cinematográficas por la investigación que realizaba sobre el director de cine Luis Saslavsky, de quien María Rosa Oliver era amiga cercana.
Ubicuidad y contraste fueron las dos palabras que se quedaron conmigo cuando comencé a seguirle la pista a Oliver y a verla aparecer “en toda parte”, vinculada a escenarios tan heterogéneos como centrales de la vida intelectual en el siglo XX. Además de haber sido cofundadora en 1931 de la reconocida revista Sur de Buenos Aires -e integrante del comité editorial por cerca de cuatro décadas-, María Rosa Oliver escribió, editó y tradujo para esta y otras publicaciones de alcance regional e internacional a lo largo de su vida; fue asesora cultural de la Oficina de Asuntos Interamericanos de Washington durante la Segunda Guerra Mundial; se desempeñó como delegada y activista del Movimiento Internacional por la Paz (misión cultural más importante de la Unión Soviética al inicio de la Guerra Fría). Oliver perteneció a círculos antifascistas, feministas, liberales, comunistas, a colectivos autónomos y oficiales. Viajó por América, Asia y Europa. Dejó un extenso epistolario con corresponsales de todo el mundo y una colección diversa de textos, publicados e inéditos, entre los cuales se cuentan algunos libros –incluidos los tres tomos de sus memorias. Pero a diferencia de lo sucedido con varias y varios de sus contemporáneos, colegas e ilustres intelectuales con quienes trabajó de cerca en diferentes iniciativas, los escritos de Oliver han recibido hasta el momento escasa atención.
Grupo gestor de la revista Sur en casa de Victoria Ocampo, 1931 (Oliver es quien está sentada en el centro)
Grupo gestor de la revista Sur en casa de Victoria Ocampo, 1931 (Oliver es quien está sentada en el centro)
El canon masculino
María Rosa Oliver es sin duda una de las tantas escritoras que han sido históricamente invisibilizadas por el canon masculino. Diferentes sesgos de clase, género(s), dis/capacidad y oficio se han intersectado en el ensombrecimiento de su pensamiento y de su práctica. Aunque contadas y muy recientes investigaciones comienzan a discutir diferentes facetas de su trabajo, aún siguen pesando las miradas canónicas que la sacaron de escena poco después de su muerte.
Ella es un caso llamativo, si se me permite la ironía, y ya lo explicaré. Nacida en 1898 en el seno de una familia de la alta burguesía porteña, Oliver se educó en casa con instructores, aprendió varios idiomas, exploró en la biblioteca de su padre, y siendo todavía una niña, entre las tradiciones de clase y las necesidades terapéuticas, viajó a Europa con su numerosa familia. A los diez años había contraído poliomielitis, y no volvió a caminar. Como dijo alguna vez el crítico uruguayo Ángel Rama –una de las voces más representativas del y sobre el canon intelectual latinoamericano en el siglo pasado–, su “sillita” de ruedas se hizo famosa en los congresos socialistas de todo el mundo. Y en Brasil, en Estados Unidos, en India, en China, en Cuba. Una foto preservada en el archivo de la Universidad de Princeton la muestra de perfil, en primer plano, estrechando sonriente la mano de Mao Tse Tung quien la saluda inclinado.
María Rosa Oliver alcanzó notoriedad y reconocimiento en varias de las redes intelectuales e intercontinentales que se expandieron en la época que le tocó en vida, especialmente entre los años veinte y los sesentas, cuando en América Latina, como en distintas partes del mundo, se daba una ampliación de la participación de las mujeres en la esfera pública. En el tiempo en que fue una niña, el acceso de estas a la educación formal y superior era todavía muy restringida, las rutas comunes seguían el magisterio o los privilegios de clase, pero tal posibilidad, junto con la de los oficios y el trabajo productivo, se fue agrandando poco a poco en la primera mitad del siglo XX. Fueron décadas de movimientos feministas y por los derechos de las mujeres, de modernización del campo literario, de emergencia de la industria cultural y de una creciente profesionalización de los saberes. Por eso las intervenciones de Oliver, y de sus homólogas, se hallan en registros tan diversos como la producción literaria, el periodismo, el trabajo editorial, la traducción, la difusión cultural radial e impresa, la pedagogía, la crítica social, la negociación cultural y política, el activismo. Ámbitos que han sido reconocidos como propios del mundo intelectual que hoy se estudia.
En su generación, el canon que se cristaliza bajo el término del “intelectual” se define por el género, “el hombre de letras” (criollo, educado), autor de grandes obras filosóficas o literarias, productivo y con una trayectoria ejemplar que lo encumbra gracias a la sistematicidad de sus creaciones. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda o Miguel Ángel Asturias son buenos ejemplos de entre su círculos cercanos. Pero ese modelo supera los grandes nombres de una época y afecta las prácticas mismas de lectura e investigación histórica.
“Animadora cultural”, “mujer de dolores”, “trabajadora incansable de la cultura”, “izquierda bienpensante”, “comunista chic”, “criatura inclasificable”, fueron algunos de los adjetivos que sirvieron entre sus contemporáneos para conectar una aparente escasez de obra –muy pocos libros, menores–, en relación con el sujeto que escribe. Sus memorias se convirtieron en la muestra de que un “testigo” de su tiempo puede llegar a ser un “creador de primer orden”, reconoció el escritor Tomás Eloy Martínez. Como si antes de 1965, cuando salió el primer tomo, ella hubiera sido una mirada sin agencia ni escritura. Al parecer María Rosa Oliver “sacrificó” el destino de escritora por su entrega a otras causas, y su silla de ruedas, si no dio cuenta de esa buena fe, se convirtió entonces en el signo de su trabajo. Todavía es común la idea de que sus libros de memorias son el aporte más significativo que hizo al mundo intelectual; estos se hallan en el centro de los escasos análisis que se han ocupado de su trabajo.
La ironía es el síntoma del canon: la visibilidad de Oliver en ese mundo intelectual supuso al final su ocultamiento. Sus escritos y gestiones en todos los ámbitos arriba señalados, aún más que la autobiografía femenina, entran en la órbita de lo que se entiende por géneros menores de la literatura y del pensamiento: textos cortos, dispersos, íntimos, testimoniales, urgentes; practicados distintivamente por sujetos que no encarnan la capacidad de los mayores valores estéticos y epistemológicos según los discursos dominantes. Justamente esos textos sueltos en diversos medios o en archivos, que dan cuenta de más de cuatro décadas de trabajo intelectual en diversos ámbitos, y que se sitúan entre lo literario y lo no literario, entre lo personal y el examen político, permanecen en su mayoría inexplorados.
Retrato de Maria Rosa Oliver en 1930.
Grupo gestor de la revista Sur en casa de Victoria Ocampo, 1931 (Oliver es quien está sentada en el centro)
Retrato de Maria Rosa Oliver en 1930.
Literatura de lucha
Intentando salirme de la inercia de la heterodesignación me encontré finalmente con una escritora de “literatura de lucha”. Este fue el término que Oliver empleó en 1964 para catalogar una amplia variedad de sus escritos, “notas combativas”, discursos, arengas, análisis del momento; expresiones fragmentarias e imperiosas que habrían ocupado tres volúmenes de haberlas querido editar, dijo. Años atrás ya había advertido otra cosa: “Los hombres escribieron con mayúscula la palabra lucha, y la Lucha no permite detenerse a buscar los matices que expresen, exacta y convincentemente, una nueva manera de sentir”.
"Encuentro con Mao Tse Tung, China, 1953". María Rosa Oliver Papers, Department of Rare Books and Special Collections, Firestone Library, Princeton University (US).
"Encuentro con Mao Tse Tung, China, 1953". María Rosa Oliver Papers, Department of Rare Books and Special Collections, Firestone Library, Princeton University (US).