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Sofía Brito

En memoria de Eyvi Agreda.

Feministas por la

transformación de la política:

memorias violetas de los  cuarenta años del Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán.

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Fue más o menos en abril. Recibo un mensaje de Virginia Guzmán, feminista histórica del Centro de Estudios de la Mujer, invitándome a los cuarenta años de Flora Tristán. Las Floras, allá en el Perú, constituyen un espacio de resistencia donde el feminismo se torna una palabra múltiple: desde la institucionalidad a la calle, desde las colectivas juveniles hasta el congreso. Su aniversario se abrió como un lugar para ponernos en común desde diversos rincones de América Latina, una hermosa excusa para conocernos y reconocernos, entre quienes venimos recién comenzando esta trayectoria feminista, y quienes ya tienen un largo y ancho sendero trazado. Un espacio donde la vida se ha tornado en palabra colectiva, que desalambra a su paso para que muchas más puedan comenzar a transitar sin los miedos en la garganta, sin la incertidumbre de regresar o no a casa luego de un largo día de trabajo.


Fue mi primera vez en Lima (espero no la última). Terminaba mayo en una ciudad donde esta alianza de resistencia se contrapone a los discursos de odio, los explosivos destapes de corrupción, la crisis del agua, y el gran número de femicidios, que como en cada rincón de América Latina empezaban a acumularse desde los nombres a las cifras. Una de ellas marcaba con su presencia toda la jornada: Eivy Agreda volvía después de su muerte a ser noticia, esta vez por la condena de su agresor. La joven de Cajamarca que a los veintidós años perdió la vida, luego de ser incendiada en un bus estuvo presente en cada una de nuestras reflexiones y conversaciones. Recorrí la ciudad escuchando su nombre, su historia, el dolor de sus familiares. Mujer joven indígena, viaja sola desde su pueblo a la ciudad en busca de educación y mejores oportunidades de vida, no hay redes de apoyo que sostengan su existencia, ella sola, aislada contra el mundo. El agresor es una herramienta de disciplinamiento: no escapar a la norma, no desviarse, no decir que no. No puedo dejar de imaginarme su dolor en medio de ese fuego, las sensaciones de alerta en los momentos previos, las veces que se sintió perdida en esa misma ciudad, donde se supone que su vida mejoraría.


Con el recuerdo de Eivy y tantas otras en nuestros cuerpos, en nuestros corazones empezamos estas jornadas de conversaciones por esa vida otra, más justa. Nos sangran todavía todas las muertes, en medio de su naturalización, cuya anestesia social luchamos por desbaratar desde todos los frentes posibles. Con los diversos paneles de discusión, caigo nuevamente en cuenta de esa diversidad infinita de feminismos presentes, de trincheras, de luchas, de latitudes. En estos territorios se torna imprescindible la lucha de las mujeres por la justicia, contra las instituciones machistas y corruptas que representan un peligro para la vida. Nos cuentan cómo los cruces entre patriarcado y mafialidad generan las condiciones estructurales para que la violencia contra los cuerpos femeninos y disidentes sea una demostración de soberanía territorial. El femicidio se erige como un acto de disciplina, en cuyo cuerpo destruido se imprimen las marcas de la conquista. El rito posterior de búsqueda de justicia ordena las vidas de las que quedamos en la desolación de una institucionalidad que la mayor parte del tiempo no da respuestas, o bien las configura únicamente en torno a la sanción del agresor.


¿Cómo, desde dónde construimos las transformaciones a esta realidad desde el feminismo? Las compañeras me invitan a conversar sobre mis experiencias de Chile en el panel Construyendo política feminista con igualdad de género y paridad, en conjunto a grandes compañeras feministas que han ido delineando alternativas en el pedregoso camino de ser feminista en la política. Veronika Mendoza de “Nuevo Perú”, candidata presidencial, nos habla de aquel momento de la toma de conciencia y despertar habiendo sido criadas en una política que encuadra su quehacer desde la posición de la masculinidad. Con profunda sinceridad, de aquella que reconoce que no se nace feminista, sino que nos hacemos feministas por necesidad, Veronika cuenta la sensación de exageración que le producía una “ley de acoso político”, y como las Floras, y otras compañeras fueron determinantes para su comprensión de una política feminista. Siempre se avanza en colectivo. Nuestras historias no son únicas, ni unitarias. El camino pedregoso se desalambra entre varias, subvirtiendo el aislamiento al que somos relegadas las mujeres, a través de la competencia y el mandato de masculinización que se nos plantea para acceder a la política. En un escenario latinoamericano de debates sobre democracia paritaria, Veronika nos arroja la pregunta clave: ¿qué representación? La construcción de leyes a medida para el empresariado vuelve indispensable comprender que no sólo necesitamos más mujeres en política, sino que construyamos una política feminista.

La regulación de los cuerpos femeninos y feminizados que se ejerce desde nuestra vida cotidiana, pasando por nuestra sexualidad, y nuestra constitución como sujetas, nos ha dejado desplazadas de los espacios de decisión. Si la política no ha sido cosa de mujeres, no es extraño que nuestra relación con la democracia y la participación sea compleja y a veces contradictoria. La experiencia de Katia Uriona como ex presidenta del Tribunal Electoral de Bolivia resulta central para dar cuenta de estos nudos: ¿qué hacemos con la institucionalidad? ¿vamos o no a ser parte de estos espacios? Las mujeres hoy representan un 53% de la representación política en Bolivia –nos cuenta Katia– ¿es esto suficiente?, ¿cuánto transforman las mujeres con su llegada?, ¿qué hacen los hombres cuándo ellas llegan? 

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La incorporación formal al sistema político de las mujeres presenta una encrucijada problemática: por un lado, se responsabiliza a quienes asumen dichas labores de representatividad como si fuesen garantía suficiente para la transformación de la política, y por otro, se critica –al no lograr los resultados esperados– la cooptación del discurso feminista por parte de dicha institucionalidad. Pareciera que la relación se vuelve cada vez más compleja, en un marco donde la necesidad de autonomía de los movimientos sociales se conjuga con una nueva arremetida de discursos conservadores que recorren nuestros territorios, ofreciendo alternativas que significan un mayor recorte a los derechos sociales, y una mayor criminalización a las identidades disidentes, migrantes e indígenas.

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“No hay democracia sin feminismo”. Intento enunciar mis experiencias entre las aparentes vidas paralelas de una militancia política y de un activismo feminista. Me sorprende la sintonía de los nudos que presentan las compañeras anteriores con las vivencias propias de Chile, y los lazos latinoamericanos que comienzan a esbozarse como necesidad inminente de un internacionalismo que permita comprender y comprendernos mejor. El feminismo siempre ha puesto sobre la mesa, la cama y la calle demandas de ampliación democrática: sufragio, democracia en la decisión de nuestros cuerpos y territorios, lucha contra dictaduras, lucha contra el terrorismo, tal como recuerda en sus palabras Diana Miloslavich, integrante histórica de Flora Tristán. No es casual que sean las feministas las que ponen en mayor tensión la idea misma de representación, y miran con sospecha la política tradicional como una vía posible para confiar la transformación de nuestras vidas. Como contracara de lo anterior, tampoco es casual que sea la porfía de las feministas la que se cuestione cómo lograr efectivamente esa transformación sin tomarse los espacios que nos han sido históricamente negados.

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No tuve la suerte de tener una crianza feminista, el vértigo del oleaje como forma de narrar las irrupciones violetas han provocado que el sentido de historicidad de nuestros movimientos se pierda en la sensación de estar desancladas de las memorias oficiales. Hace un mayo atrás, el feminismo se volvía gusto adquirido, y comenzaba a colarse por las conversaciones cotidianas, familiares, de trabajo, de largos trayectos en el transporte público. Lo imposible se volvía enunciable, y múltiples espacios universitarios y escolares de Chile amanecían con sillas en sus portones, y carteles morados de “toma feminista”. Por primera vez en mucho tiempo vuelvo a decir en voz alta lo que me había sucedido en ese entonces, donde por haber presentado una denuncia por acoso sexual y laboral contra un importante profesor de mi Facultad, y ante la falta de respuesta de los mecanismos institucionales, decidimos con grandes compañeras –gracias a las cuales sigo en pie– comenzar a movilizarnos. La denuncia la había presentado luego de trabajar con este
profesor en el Tribunal Constitucional, mientras se tramitaba la ley de aborto en tres causales: desde la institucionalidad, vulnerada por la institucionalidad, para aportar un grano de arena al avance de la institucionalidad. Contradicciones abiertas. Lo que la marea violeta nos trajo, fue uno de los momentos más bellos y a la vez dolorosos que nos ha tocado vivir. Cientos de asambleas de mujeres, marchas, despertares. Mi caso no fue el primero, ni el único, ni el más importante como intentaron decir en los medios de comunicación masivos. Era una pequeña muestra más de un sistema educativo, que desde el nacimiento nos arrebató la posibilidad de pensar siquiera, el ser sujetas políticas. Y ahí estábamos nuevamente, tal como aquella historia que nunca nos contaron sobre la lucha feminista contra la dictadura, repensando nuestra forma de ser/habitar nuestro cuerpo y nuestra tierra.

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“Todo fue distinto después de Lima”, escribió Julieta Kirkwood en sus reflexiones sobre las feministas y los partidos, refiriéndose al Encuentro Feminista de 1983. Encuentro que menciona con emoción Diana, que vivieron Gina, Virginia, y tantas compañeras que aquí, en este nuevo despertar de generaciones de mujeres, de disidencias vuelven a converger en Lima, esta vez para reconocer el camino recorrido por una de las organizaciones que sirve de inspiración a muchas quienes nos sentimos recién comenzando. En un nuevo mayo, volvía a hacerme –con compañeras de diversas experiencias, diversas latitudes, diversas opresiones en sus memorias– la misma pregunta por la construcción de una política feminista. La pregunta que quizá no deje jamás de rondarnos, y darnos vuelta la cabeza entre pañuelos verdes y las más distintas entonaciones de nuestra lengua. Pregunta que no es sino nuestra potencia crítica, aquel rebelarse contra la relegación en el espacio de lo privado y lo frágil. Quise narrar un pedacito de la intensidad vivida en esos días, dejando en el tintero muchos relatos, que espero ir escribiendo, y también como una invitación a que nuestras historias no se pierdan en el pasar de los años, invitación a que tal como hicieron nuestras abuelas, nuestras tías, nuestras madres, nuestras compañeras, este presente de inquietudes y efervescencias feministas se vuelva trazo en la memoria colectiva. Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven, que nos sigan viendo, puesto que seguiremos construyendo para revolucionar todos los espacios, para
alterar desde el feminismo todos los rincones.

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