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BOLIVIA

Nombrar al golpe

Clyde Soto

Dar nombre a lo que existe, o no nombrarlo, son operativos altamente políticos. Es parte de la construcción de una identidad que marcará un modo de existir en el mundo, una memoria (o un olvido) y, en algunos casos, una forma de entrar a la Historia. El debate sobre si lo que pasó –y sigue pasando– en Bolivia el 10 de noviembre de 2019 fue o no un golpe de Estado y qué apellidos que se le pueda dar (policial, cívico, militar), es parte de este juego de poderes que se despliega en la política y toma formas de altísima polarización en Latinoamérica. Esta polarización extrema es además una tendencia regional instalada con mayor fuerza al menos desde la segunda década de este siglo, que va de la mano con una avanzada fundamentalista a la que todos nuestros países (sin importar la tendencia del gobierno) han abierto las puertas, con mayor o menor complacencia.

 

La valoración dispar sobre lo que está sucediendo en Bolivia dificulta el encuentro de visiones comunes en relación a cómo analizar y cómo posicionarse frente a los hechos. Las consecuencias son más graves para los sectores que alguna vez han encontrado coincidencias en la lucha democrática y amplificadora de derechos,
pues se generan fracturas que facilitan el ascenso conservador y antiderechos. Al escribir estas líneas coloco una mirada que no intenta clausurar el debate sino alimentarlo, con palabras que se saben situadas y propias, que jamás pueden ni pretenden inhabilitar a otras.


En Bolivia hubo un golpe de Estado que terminó con un mandato de gobierno vigente. Cuando las fuerzas estatales que poseen armas intervienen en un desenlace político como el sucedido en Bolivia, aunque le llamen “sugerencia”, es un golpe. Aunque haya renuncia, lo es. En Paraguay un golpe militar derrocó a Stroessner –dictador y, a su vez, militar– en 1989, logrando que firme su renuncia. Esta renuncia no le hizo menos golpe a ese golpe. Puede que en otros casos las fuerzas armadas no tomen el poder, pero ese es otro asunto: hay muchos gobiernos civiles surgidos de asonadas militares y alimentados por manifestaciones cívicas.


En el caso de Bolivia, podemos agregar que hubo movilizaciones importantes de un sector ciudadano, recordar el referéndum cuyos resultados fueron desconocidos para forzar una nueva candidatura de Evo Morales, mencionar las sospechas de fraude electoral (si bien en realidad sospecho del papel y del apresurado informe
preliminar de Almagro, que ni siquiera ha brindado un informe definitivo), listar los cuestionamientos al gobierno caído, a su estilo de liderazgo o machismo, a su extractivismo, a su posición como izquierda o como derecha: pero todo esto puede decirse sin ocultar o negar la calidad golpista de lo que sucedió, ni la gravedad de los hechos que lo han rodeado. En especial, me refiero a toda la simbología del poder religioso y militar con que se instala el gobierno de facto (también aquí hay quienes lo llaman constitucional o simplemente interino), a las expresiones racistas anti indígenas (vimos en directo la quema de la Wiphala), a las represiones violentas que han dejado más de 30 muertos en las dos semanas posteriores al golpe (hay quienes justifican dichas muertes diciendo que eran “vándalos” y no manifestantes en legítima resistencia o protesta), y al despliegue de poder 
autoritario de quienes se posesionaron como gobierno, amenazando con procesos judiciales y  apresamientos de dudosa justicia a referentes del anterior gobierno, acusando de sedición hasta a periodistas que intentaban cubrir los hechos.


En Bolivia no solo hubo un golpe, sino que además está en duda hasta dónde este golpe habilitará a un nuevo tiempo que pueda llamarse democrático. Y algo importante: un golpe no es un acto propio de la democracia, si bien puede, eventualmente y en algunos sentidos, derivar en aperturas democratizadoras. Vuelvo a Paraguay, como ejemplo de esta afirmación: el golpe militar que derrocó al dictador en 1989 produjo una inmediata apertura en cuanto a libertades democráticas. Tengo cada vez más dudas sobre si –o hasta dónde– hemos logrado o no construir democracia, y creo que estamos más bien en franco retroceso antidemocrático, sobre todo desde el golpe más reciente, de 2012. En el caso actual de Bolivia, mi opinión es que este golpe no solo no ha sido un acto democrático, sino que además ha estado seguido de actos fuertemente antidemocráticos y no sabemos aún qué pasará en este país en términos de futuro para la democracia.

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Llamar golpe a lo que pasó en Bolivia es una forma de resistir a la normalización y “santificación democrática” de un tipo de operaciones que ya se ha vuelto común en América Latina y El Caribe en lo que va del siglo XXI. Haití en 2004, Honduras en 2009, Paraguay en 2012, Brasil en 2016, Bolivia en 2019. Y hubo otros fallidos,
pero no por eso menos existentes. Es una oleada de golpes hermanados entre sí como restauración violenta del orden neoliberal allí donde sus intereses fueron percibidos bajo amenaza. Algunos fueron más explícitos, en tanto otros intentaron cubrir las formas del llamado procedimiento democrático, o incluso justificarlos con un sentido supuestamente democratizador. Se trata de una vuelta de ciclo que si no puede avanzar por vía de elecciones actúa por métodos antidemocráticos. Para los intereses dominantes (capitalistas, neoliberales, imperialistas, pónganles los apellidos), la democracia es apenas una fachada que a veces sirve, y, cuando no, se apela a otros modos, incluidos los golpes. Todo esto forma parte de un enorme operativo continental al que hay que darle nombre. Mucho tiempo después de que las dictaduras estragaran nuestra región en el siglo XX, y ya con procesos de apertura democrática, pudimos saber que se trataba de un tétrico y trágico plan con nombre propio: el Operativo Cóndor.

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Lo que tenemos en la región ya no siempre son los tradicionales golpes militares, y además traen consigo un discurso de aparente democracia. Recuerdo cómo luego del golpe parlamentario de 2012 en Paraguay, a quienes hablábamos de “golpe” para nominar esa operación política aberrante de juicio político tramado y concluido en una semana –sin debido proceso, sin garantías de ningún tipo– nos silenciaba una avalancha de información en los medios dominantes, insistiendo en que era un procedimiento normal del sistema democrático en un Estado de derecho. Y también abonaba el silencio una cantidad de países que querían una
pronta “normalización democrática”, e iban reconociendo la validez del gobierno surgido de ese golpe, que apenas estaba disfrazado de juicio y destitución. Fue un golpe paradigmático, cuyo modelo se perfeccionó en Brasil en 2016. Y no fue “blando” porque para cometerlo hubo antes una masacre sangrienta, la de Curuguaty. También pasó mucho tiempo para que se la nombre como lo que fue: una masacre perpetrada por el Estado, utilizada como justificación del golpe, y no un enfrentamiento propiciado por los campesinos. Y, hasta ahora, no hay normalización democrática sino domesticación de la democracia para los intereses más autoritarios, más corruptos.


Nombrar a estos golpes es una política contra el silencio y la sumisión a esto que nos pasa en la región, y que hoy sucede en Bolivia de manera traumática. Negar o silenciar los golpes es parte de una operación política e ideológica: de naturalización, de aceptación, de resignación, de negación. No nombrarlos encubre la gravedad de los hechos. Es un tipo de silencio que no representa “puntos medios”, sino sobre todo visiones diferentes, y quizás enfrentadas, acerca de lo que es o no admisible en procesos democráticos. Nombrar a un golpe, con todas las letras, no representa necesariamente una “disculpa” o “falta de sentido crítico” ante las actuaciones del gobierno depuesto, ni una negación de las oposiciones legítimas que pudo haber generado, ni una pretensión de establecer en qué momento deben ser dichas las críticas que se tengan. Tampoco se debe a las
limitaciones del binarismo conceptual o político frente a otros razonamientos que se suponen complejos, ni es una muestra de pensamiento único. En cambio, no nombrarlo entraña un peligro serio, en tanto oculta o minimiza la gravedad del operativo antidemocrático que amenaza a nuestra región.

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Más allá de nuestras posiciones y críticas frente a los gobiernos que caen mediante estos mecanismos, no deberíamos admitir tan graves rupturas institucionales sin darles el nombre que merecen, y menos si se continúan de tan serias denuncias sobre violencia y violaciones de derechos humanos, de expresiones fundamentalistas y antiderechos, de racismo, como sucedió luego de lo acaecido el domingo 10 de noviembre en Bolivia.

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Muchas feministas latinoamericanas hemos peleado y trabajado por la democracia en nuestros países, porque pensamos que se trata del mejor sistema donde podemos avanzar en derechos para las mujeres y en derechos humanos. Con todas nuestras diferencias, a muchas de nosotras esas luchas nos han unido, y seguimos en ellas. Hemos profundizado en la idea y en la posibilidad democrática, incorporándoles el pensamiento y las acciones feministas. Hemos avanzado en comprender y en politizar cómo las diferencias de clase, raciales, étnicas, identitarias y sexuales no eran datos menores o accesorios, sino que estaban en el centro de la democracia que aspiramos construir. El desafío es reapropiarnos de este debate y posicionarnos en él, identificando los pensamientos y espacios desde donde podemos seguir actuando para impedir que nuestros países y nuestra región vuelvan, con nuevos ropajes, a tiempos autoritarios.

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29 de noviembre de 2019

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