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Octubre

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Francisca Pérez Prado

El tiempo de la pandemia se aglutina en unos pocos meses, tomando la medida de los días y de sus cifras: el índice del contagio y la proliferación de la muerte. Todas las mañanas, más o menos a la misma hora, una voz crítica anuncia el avance de este enemigo poderoso: acudimos a la cita con esta retórica marcial o simplemente la esquivamos en el trajín de la agenda doméstica, política o laboral. La “autoridad sanitaria” viene a presentificar, de modo ejemplar y terrorífico, la instalación fáctica de este poder sobre la vida y la muerte: el ministro de salud analiza la situación mundial en cuatro o cinco minutos, revisa los resultados de las PCR del día anterior y lamenta el número de fallecimientos. El subsecretario revisa la disposición de camas y respiradores, para detenerse en los detalles de las nuevas importaciones de aparatos, en la complicada logística que el Ejército ha implementado para trasladar casos críticos a lo largo del país y en las nuevas medidas de restricción que se aplicarán durante la semana. Explican, a continuación, el sistema de conteo y de cruce de datos, que varía cada un par de semanas. Una o dos horas después, en otro punto de prensa, las “autoridades políticas” comunican nuevas medidas de “alivio” para las familias: un bono cuyo monto se redefine al ritmo de las negociaciones con la oposición, una caja de alimentos que se reparte en los territorios más vulnerados, las cámaras siguiendo los desplazamientos y los rostros “emocionados” de los destinatarios. En síntesis: día tras día asistimos a una agenda comunicacional que administra la incertidumbre, el temor y el desamparo como recursos para la recomposición de las fuerzas más extremas de la derecha conservadora y de las diversas formas del fundamentalismo.

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Es así que, en este breve tiempo, y mientras se impone la cuarentena sanitaria y una de las emergencias económicas más graves de las últimas décadas, las ciudades -y especialmente Santiago- comienzan a blanquearse de su pasado reciente: desaparecen los rayados libertarios de las murallas, las estaciones del Metro vuelven a funcionar después de meses, el presidente se pasea y se toma “selfies” por los lugares emblemáticos de las manifestaciones que marcaron el año recién pasado. Las “capuchas” que hace poco fueron objeto de una ley criminalizadora de los movimientos sociales se transforman hoy en un instrumento fundamental para la prevención del contagio. La policía y los militares, que cumplieron brutales funciones de control desde octubre pasado -disparando, encegueciendo, violando y, en definitiva, operacionalizando una política terrorista desplegada por el estado- se levantan ahora como héroes de esta nueva batalla, esta vez “común”: la “Batalla de Santiago” (como la denominara el ministro de salud) o “la guerra incansable contra la pandemia sanitaria y social” (referencia favorita de las autoridades ejecutivas). En las veredas que circundan las embajadas de los países latinoamericanos, comienzan a formarse nuevos campamentos: los migrantes, que han perdido sus empleos, han sido expulsados de sus trabajos, no tienen documentos y están en la más radical desprotección, se instalan en carpas a exigir vías de retorno a sus lugares de origen. El gobierno comunica las múltiples gestiones para la realización de viajes “humanitarios”, mientras los propios migrantes denuncian que están siendo forzados a firmar documentos que les impiden volver a Chile en los próximos nueve años.

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Al cierre de las fronteras sigue el cierre de las ciudades, los cordones sanitarios y la prohibición de circular; es la cuarentena en su concepción más neoliberal y autoritaria, al mismo tiempo. Grandes porciones del territorio quedan desiertas, mientras los barrios pobres continúan con la gente en las calles, en el metro, en los mercados. Las escuelas y las universidades se cierran, como el comercio, las oficinas y los restaurantes. La distancia social es la orden que se vigila y se persigue, y que queda reducida al absurdo en el paisaje de los campamentos que albergan a dos o tres familias en viviendas improvisadas de 40 metros, o en las habitaciones paupérrimas que albergan a los migrantes. En la estrechez de las puertas cerradas la desigualdad se redobla y se multiplica: niñas, niños y jóvenes intentan adaptarse a las aulas virtuales sin contar con internet, computador ni espacio para sentarse o leer; las mujeres deben “compatibilizar” el trabajo remoto con las tareas domésticas, el cuidado de los hijos e hijas y el de los enfermos; las cifras de violencia parecen dispararse, aun cuando sabemos que se trata de abusos que han estado presentes desde hace largo tiempo; los femicidios vuelven a convertirse en noticia. Y es que la violencia se redobla cuando el cierre del exterior hace visible el transcurrir de los interiores, habitualmente velado por la imagen del orden y la estabilidad.

Porque lo cierto es que esta crisis pone en evidencia, del modo más brutal, la fragilidad del sistema político y económico, materializada en la desigualdad que caracteriza la vida en nuestras ciudades y territorios y que, en este contexto -como siempre, por lo demás- hace la diferencia entre la vida y la muerte. Tal como lo plantea Butler: si el virus nos afecta transversalmente, será la “desigualdad social y económica la que se asegurará de que el virus discrimine. El virus por sí mismo no discrimina, pero nosotros humanos seguramente lo haremos, formados y animados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia, y el capitalismo”.

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El caso de Chile calza perfectamente con este planteamiento. La estrategia de contención implementada desde los primeros días ha sido la de “cuarentenas dinámicas”, teóricamente sostenidas sobre la base del análisis que permite la trazabilidad. En concreto, sin embargo, encontramos que se ha priorizado fuertemente el control de la economía por sobre el control de la enfermedad. Una de las medidas paradigmáticas, en este sentido, es la promulgación de la denominada “Ley de protección al empleo”. Esta norma permite a las empresas acogerse a medidas especiales para despedir a trabajadores y trabajadoras que recibirán, en consecuencia, el seguro de cesantía. Para no mencionar la inequidad basal de este razonamiento -que condena a trabajadores/as para sostener a las empresas-, lo que encontramos es que la inmensa mayoría de hombres y mujeres no tiene un contrato de trabajo y, por lo tanto, no puede acogerse a los efectos de esta ley; son la manifestación de la “flexibilidad laboral” impulsada desde hace años por el mismo sistema, y que los deja en una situación de indefensión total. Paralelamente, el contagio, que había comenzado en los sectores altos de la región metropolitana, comienza a expandirse hacia los territorios más pobres y hacinados, desatando la sorpresa y el escándalo ante las imágenes de la miseria que tantos parecían desconocer -de paje a ministro- amparados en la imagenería neoliberal extrema de las últimas décadas. Nuevas medidas se gestan con una rapidez inusitada: cajas de alimentos, bonos, materiales educativos impresos, ampliación de “residencias sanitarias” para trasladar a los contagiados que no tienen espacio o comida en su casa. Y también medidas de emergencia para la violencia de género: “mascarilla 19”, una fórmula que permite pedir ayuda en las farmacias, o un correo electrónico para situaciones de crisis; un Whats App, un teléfono. Tres ministras, en menos de cuatro meses, alertan sobre el lugar de disputa que ocupa la desigualdad de género hoy en nuestro país: a la renuncia en marzo de Plá al Ministerio de la Mujer, siguió el nombramiento de Santelices -férrea defensora de la dictadura militar- que duró poco más de un mes y que fue reemplazada por Mónica Zalaquett, una mujer que no solo se opuso a la despenalización del aborto en tres causales específicas sino que, además, votó contra la ampliación de la licencia pos natal.

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La dirección que toma la gestión de la pandemia no es casual ni sólo la consecuencia de las múltiples preguntas que aún quedan abiertas en torno al fenómeno. Antes bien, me parece que enfrentamos una voluntad política clara y decidida de reconstruir, a partir de la apertura que esta crisis impulsa, aquello que los movimientos sociales de los últimos años, y de manera especial el feminismo, logró interrogar y poner en cuestión: el estatuto y la cualidad de un pacto social que, establecido desde la dictadura, ha renovado formas de sometimiento y desigualdad que siguen presentes hasta hoy.

 


En ese sentido, es evidente que la situación actual ha sido abordada, en nuestro país, como una ocasión de fortalecimiento del sistema político y económico cuyo límite ha venido siendo desenmascarado con mucha fuerza desde el 2019. Como lo plantea Rita Segato, acudiendo al concepto de “significante vacío” propuesto por Ernesto Laclau para aproximarse a la significancia del covid-19: el discurso conservador se toma de él para desplegar recalibrar el “desorden” introducido por la emergencia de una revuelta social fuerte y sostenida. Asistimos, pues, a una cruzada refundacional de la institucionalidad autoritaria en toda su dimensión: el relato de un estado protector que gestiona lo público y lo privado en el horizonte de cierto bien común, acogiendo la enfermedad y aliviando la carga económica de la pandemia. Surgen, evidentemente, voces críticas que denuncian la maquinaria mediática que administra la crisis: profesionales de la salud, organizaciones sociales, hombres y mujeres que se dedican a la ciencia y la investigación. Se hace visible el desborde de los hospitales, el hambre en las poblaciones, la falta de acceso al agua, la violencia hacia las mujeres, los límites del sistema educacional, la imposibilidad de cumplir, en la realidad, con las condiciones mínimas para la protección frente a la enfermedad. Y, sin embargo, cada minuto de estos días ha sido capitalizado en el discurso político y en las acciones legislativas y represivas orientadas a apuntalar el orden que había comenzado a mostrar sus fracturas en octubre último.

 


Porque, en ese sentido, la cronología de esta crisis no es lineal. Marzo de 2020 contiene un tiempo complejo que no termina aún de desplegarse; la marcha multitudinaria y feliz repleta de cuerpos vociferantes y triunfales a ese pedazo de ciudad que ha ganado un nuevo nombre: Plaza de la Dignidad. Hay millones de mujeres, y también niñas, niños, hombres, disidencias. Se mezclan las edades, los brazos, las voces. Se tocan. Se abrazan. Avanzan, se amontonan, se detienen: surge de entre los gritos la escritura de una palabra: HISTÓRICAS. Es el homenaje de los géneros y las generaciones a la insistencia de una lucha que se ha encarnado en rostros de mujeres desde hace cientos de años, en nuestro país: las mujeres de las salitreras y del puerto, las sufragistas y las intelectuales; las que abrieron las puertas de las escuelas y las universidades; pero también a las sobrevivientes de la dictadura, del femicidio, de la violencia sexual y política; a la insistencia que nos ha permitido, como sujeto social, inscribir en la historia el nombre propio del feminismo.

El caso de Chile calza perfectamente con este planteamiento. La estrategia de contención implementada desde los primeros días ha sido la de “cuarentenas dinámicas”, teóricamente sostenidas sobre la base del análisis que permite la trazabilidad. En concreto, sin embargo, encontramos que se ha priorizado fuertemente el control de la economía por sobre el control de la enfermedad. Una de las medidas paradigmáticas, en este sentido, es la promulgación de la denominada “Ley de protección al empleo”. Esta norma permite a las empresas acogerse a medidas especiales para despedir a trabajadores y trabajadoras que recibirán, en consecuencia, el seguro de cesantía. Para no mencionar la inequidad basal de este razonamiento -que condena a trabajadores/as para sostener a las empresas-, lo que encontramos es que la inmensa mayoría de hombres y mujeres no tiene un contrato de trabajo y, por lo tanto, no puede acogerse a los efectos de esta ley; son la manifestación de la “flexibilidad laboral” impulsada desde hace años por el mismo sistema, y que los deja en una situación de indefensión total. Paralelamente, el contagio, que había comenzado en los sectores altos de la región metropolitana, comienza a expandirse hacia los territorios más pobres y hacinados, desatando la sorpresa y el escándalo ante las imágenes de la miseria que tantos parecían desconocer -de paje a ministro- amparados en la imagenería neoliberal extrema de las últimas décadas. Nuevas medidas se gestan con una rapidez inusitada: cajas de alimentos, bonos, materiales educativos impresos, ampliación de “residencias sanitarias” para trasladar a los contagiados que no tienen espacio o comida en su casa. Y también medidas de emergencia para la violencia de género: “mascarilla 19”, una fórmula que permite pedir ayuda en las farmacias, o un correo electrónico para situaciones de crisis; un Whats App, un teléfono. Tres ministras, en menos de cuatro meses, alertan sobre el lugar de disputa que ocupa la desigualdad de género hoy en nuestro país: a la renuncia en marzo de Plá al Ministerio de la Mujer, siguió el nombramiento de Santelices -férrea defensora de la dictadura militar- que duró poco más de un mes y que fue reemplazada por Mónica Zalaquett, una mujer que no solo se opuso a la despenalización del aborto en tres causales específicas sino que, además, votó contra la ampliación de la licencia pos natal.

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La dirección que toma la gestión de la pandemia no es casual ni sólo la consecuencia de las múltiples preguntas que aún quedan abiertas en torno al fenómeno. Antes bien, me parece que enfrentamos una voluntad política clara y decidida de reconstruir, a partir de la apertura que esta crisis impulsa, aquello que los movimientos sociales de los últimos años, y de manera especial el feminismo, logró interrogar y poner en cuestión: el estatuto y la cualidad de un pacto social que, establecido desde la dictadura, ha renovado formas de sometimiento y desigualdad que siguen presentes hasta hoy.

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En ese sentido, es evidente que la situación actual ha sido abordada, en nuestro país, como una ocasión de fortalecimiento del sistema político y económico cuyo límite ha venido siendo desenmascarado con mucha fuerza desde Octubre del 2019. Como lo plantea Rita Segato, acudiendo al concepto de “significante vacío” propuesto por Ernesto Laclau para aproximarse a la significancia del covid-19: el discurso conservador se toma de él para desplegar recalibrar el “desorden” introducido por la emergencia de una revuelta social fuerte y sostenida. Asistimos, pues, a una cruzada refundacional de la institucionalidad autoritaria en toda su dimensión: el relato de un estado protector que gestiona lo público y lo privado en el horizonte de cierto bien común, acogiendo la enfermedad y aliviando la carga económica de la pandemia. Surgen, evidentemente, voces críticas que denuncian la maquinaria mediática que administra la crisis: profesionales de la salud, organizaciones sociales, hombres y mujeres que se dedican a la ciencia y la investigación. Se hace visible el desborde de los hospitales, el hambre en las poblaciones, la falta de acceso al agua, la violencia hacia las mujeres, los límites del sistema educacional, la imposibilidad de cumplir, en la realidad, con las condiciones mínimas para la protección frente a la enfermedad. Y, sin embargo, cada minuto de estos días ha sido capitalizado en el discurso político y en las acciones legislativas y represivas orientadas a apuntalar el orden que había comenzado a mostrar sus fracturas en octubre último.

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Porque, en ese sentido, la cronología de esta crisis no es lineal. Marzo de 2020 contiene un tiempo complejo que no termina aún de desplegarse; la marcha multitudinaria y feliz repleta de cuerpos vociferantes y triunfales a ese pedazo de ciudad que ha ganado un nuevo nombre: Plaza de la Dignidad. Hay millones de mujeres, y también niñas, niños, hombres, disidencias. Se mezclan las edades, los brazos, las voces. Se tocan. Se abrazan. Avanzan, se amontonan, se detienen: surge de entre los gritos la escritura de una palabra: HISTÓRICAS. Es el homenaje de los géneros y las generaciones a la insistencia de una lucha que se ha encarnado en rostros de mujeres desde hace cientos de años, en nuestro país: las mujeres de las salitreras y del puerto, las sufragistas y las intelectuales; las que abrieron las puertas de las escuelas y las universidades; pero también a las sobrevivientes de la dictadura, del femicidio, de la violencia sexual y política; a la insistencia que nos ha permitido, como sujeto social, inscribir en la historia el nombre propio del feminismo.

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Pero la palabra HISTÓRICAS es también un acento en el tiempo: el movimiento feminista ha sido clave, en Chile, para hacer del malestar y la precarización de la vida una voz articulada. Es la voz que emerge desde el 2018, cuando las mujeres universitarias denuncian el acoso y la violencia de las aulas para tomarse las calles, desnudar los torsos y desafiar los íconos; es el mayo feminista que quiebra el silencio cómplice de las violencias pero que inaugura, al mismo tiempo, un momento sin retorno para la reconstrucción de un cuerpo político desmembrado, por décadas, y esclavizado por la lógica criminal del capital y el patriarcado. Porque la desigualdad de las mujeres está sometida, necesariamente, a la multiplicidad de las condiciones de la vida cotidiana. Pero, también, porque es desde el feminismo que ha sido posible señalar un punto de convergencia para los movimientos sociales que denuncian el malestar y los límites de una política de exclusión, violencia y terror.

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Hoy, la vida y la muerte rondan los días y les dan forma. No siempre es así; en los días comunes que la memoria va simplemente organizando en la fantasía lineal del tiempo, el vagabundeo de las imágenes disipa esa urgencia de lo inminente. Hoy, en cambio, la muerte acecha y esa presencia fantasmal es ineludible. Esa condición ha marcado fuertemente el carácter de estos tiempos, de estos meses, de nuestras subjetividades individuales y colectivas: sin marchas en la calle, sin espacios de encuentro. La Plaza de la Dignidad -así nombrada por el movimiento social del 2019- volvió a ser la Plaza Italia. A pesar de las exigencias económicas implicadas por la enfermedad, se han invertido fortunas en la “restauración” de los espacios públicos, intentando reconducirlos a un tiempo anterior. La fuerza de las demandas instaladas parece deshacerse ante la voz oficial de las cifras, los contagios, las muertes. Es el confinamiento, pero es también el apremio de la vida: de la manera más radical, cada uno y cada una parece abandonada a su suerte: conseguir alimento, conseguir un espacio en el hospital, no enfermar… no morir. Es también la irrupción de lo real, como bien la describe Segato: ese real -de la vida y de la muerte, de la temporalidad, del transcurrir- que ha querido ser aplacado y borrado por el pensamiento colonial-moderno, occidental, ese que pretende “colocarnos, como especie, en la posición de omnipotencia de quien sabe y puede manipular la vida, la maniobra cartesiana de formular la res-extensa, la vida cosa, y catapultarnos hacia fuera de la misma”. En ese sentido, nuestro gran desafío es hoy no sólo el de sobrevivir, sino el de volver a vivir. El borramiento de lo real, como arista constitutiva de la vida misma, es la que conduce a esta política, sostenida sobre la idea del “enemigo común” -la pandemia- que, necesariamente, tiende al fascismo. Sin embargo, es también posible otra perspectiva: aquella que re-liga en el territorio, en los lazos de reciprocidad y solidaridad, en la visibilización de los cuidados y, en consecuencia, en la recuperación del carácter político de lo doméstico; se trata, pues, de la mirada sobre “el proyecto histórico de los vínculos”, aquel que no requiere desterrar la finitud para concebir la vida y el futuro.

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Fragmentos de ese futuro se asoman y se dejan atrapar, desde hace ya un año. Las calles de Santiago, tan oscuras desde hace tanto, titilan y susurran. Hay gritos, a veces, y otros días el sol puede enceguecer. Pero son luciérnagas, y no luminarias, las que este 25 de Octubre han comenzado a filtrarse entre las mascarillas, delatando la multiplicidad de rostros, voces y miradas que habían quedado olvidadas a lo largo de las décadas. Porque la figura frágil de la luciérnaga -esa, por ejemplo, que pensaba Pasolini- es la que recorre los rincones y las ruinas que la violencia de los estados no han logrado extinguir. En esa fragilidad múltiple otro territorio se construye; otros espacios para el encuentro y también para lo imprevisto en cualquier programa.

Ayer fue 25 de Octubre, y hoy también. Todos los días se tropiezan en esa nueva marca del calendario: no sólo es la votación más numerosa desde el fin de la dictadura sino también la más rotunda: el 78, 2% de los lápices zanja el fin del oscurantismo de la transición en un gesto que los cuerpos, callejeros – encerrados - recuperados, han venido ensayando en la pintura de las ciudades y las plazas.

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Hoy, 25, esas pinturas comienzan a tomar la consistencia de la letra: se trata de escribir una nueva constitución en lenguas que aún debemos inventar, porque no existen, y de albergar los cuerpos que las pronuncian -hasta hoy devastados por la lengua oficial de LA nación. La política feminista ocupa, en este proyecto, un lugar determinante: no sólo ha sido el espacio de encuentro de malestares y demandas múltiples, sino que se presenta también, hoy, como la posibilidad de concebir un acercamiento diferente a la vida y a la política, a la vida política: hoy, cuando recordamos que la vida no es sin la muerte, que el trabajo no es sin el hogar, que la política no es sin los sujetos, podemos entender que un pacto de convivencia, una nueva constitución, no puede escribirse al margen de los cuerpos y los cotidianos. Porque sólo los cuerpos, en la historicidad de sus marcas y sus vinculaciones, pueden soportar esa escritura para albergar la imaginación de otra vida.

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